EL CONEJO Y EL PERRO
por Carlos Rey
Un hombre les compró a sus hijos un conejo. Los hijos del vecino, viendo lo mucho que sus amiguitos se divertían con el conejo, le pidieron una mascota a su papá. El padre, en lugar de comprarles un conejo, les compró un cachorro de pastor alemán.
El vecino protestó:
—¡En el momento menos pensado, ese perro se comerá mi conejo!
—De ninguna manera, mi pastor es cachorro. Crecerán juntos y serán amigos. Yo sé mucho de animales. Ya verás que no habrá problema alguno.
Con el paso del tiempo, parecía que el dueño del perro tenía razón. Los dos animales crecieron juntos y se llevaron muy bien. Con frecuencia se encontraba el uno en el patio del otro.
Los niños, por su parte, observaban contentos cómo sus mascotas vivían en armonía.
Un viernes, el dueño del conejo fue a pasar el fin de semana en la playa con su esposa y sus hijos. Ese domingo por la tarde, mientras merendaban el dueño del perro y su familia, entró el pastor alemán en el comedor donde se encontraban. Traía al conejo entre los dientes, sucio de sangre y de tierra... y muerto. Los dueños del perro, al verlo, casi lo matan de tantos golpes que le dieron.
—¡El vecino tenía razón! —exclamó el padre, muerto de pena—. ¿Ahora qué vamos a hacer?
Todos se miraron perplejos. Los vecinos llegarían en pocas horas. El perro, llorando afuera, lamía sus heridas.
De pronto, a la madre se le ocurrió esta idea:
—¿Por qué no bañamos el conejo, lo secamos con la secadora y lo ponemos en su casita en el patio?
Como el conejo no estaba en muy mal estado, así procedieron. Hasta perfume le pusieron al animalito.
—Parece que estuviera vivo —observaron los niños.
Cuando volvieron los vecinos, encontraron a su mascota en su casita en el patio, con las paticas cruzadas, como si estuviera durmiendo. ¡Qué gritería la de aquellos niños!
El dueño del conejo, pálido del susto, fue a tocar a la puerta del vecino. Parecía que había visto un fantasma.
—El conejo... el conejo... —dijo su dueño tartamudeando— murió... murió...
—¿Murió?
—¡Sí, murió el viernes!
—¿El viernes?
—¡Sí, antes de salir de viaje! Los niños lo enterraron en el fondo del patio. Ahora...
No podemos menos que imaginarnos al pobre perro, desde el viernes hasta el domingo, buscando en vano, con el olfato, a su amigo de la infancia... hasta que al fin lo encuentra, lo desentierra, y se lo lleva a sus dueños, para dar parte del triste incidente.
La lección que aprendemos de esta anécdota es evidente: No nos apresuremos a juzgar. Por algo dice el refrán: «Muchas cosas parecen sin razón, que quien las sabe, buenas son.» Analicemos bien antes de juzgar a los demás y de emitir ciertos —o inciertos— juicios. Porque Cristo nos advierte que tal como juzguemos se nos juzgará, y con la medida que midamos a otros, se nos medirá a nosotros.1
1Mt 7:2